Lupita, la mariquita rica
Lupita era una mariquita, que soñaba con volar sola hasta lo más alto, para distinguirse de las demás. Tras la suculenta herencia de su padre Epafrodito, que en paz descanse, Lupita se convirtió en la mariquita más rica de Pueblobichito, su humilde ciudad.
Al verse con tanto dinero, Lupita se volvió tan caprichosa, que incluso se cansó de andar, y decidió invertir su fortuna en viajes para al fin conseguir volar, como ninguna otra mariquita lo había hecho jamás.
Subió en helicópteros, viajó en avión, y hasta surcando el cielo en globo a Lupita (que todo se le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre maquillada con enormes pestañas, y ataviada con largos guantes de seda y un sombrero tan grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder compartir todas las maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje. Empezó a imaginar, mientras contemplaba el mundo, como sería la vida con otro bichito que la susurrara canciones a la orilla del mar o celebrase con ella la Navidad. Recordaba con tristeza a sus amigas Críspula y Cristeta, con las cuales se pasaba horas enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos y radiantes en primavera. O a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus pequeñas alas en los días más espléndidos de la florida estación. Y Lupita sintió de repente una profunda tristeza que con su dinero no podía arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas aquellas ideas. Y vagando de un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se dirigían muchas mariquitas de su ciudad. La Cueva del Suplicio, como se llamaba, era un sitio a donde acudían la mayoría de mariquitas que no tenían nada, para empeñar lo poco que les quedaba y así dárselo a los demás el día de Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de los suyos, con su propio esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita que no eran ellos los pobres y se avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo su capital, incluidos sus guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser como las demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto, no se encontraba la felicidad.
El Vagabundo y La Luna
Érase una vez un extraño hombrecillo que moraba entre las sombras de una ciudad. Prefería la noche al día, y al alba, se acomodaba sobre los tejados más mullidos de la capital. La gente, que nada de él conocía, acostumbraba a susurrar a su espalda mientras el hombrecillo dormía, ajeno a los demás.
¡Pobre vagabundo! se lamentaban los más bondadosos ¡Qué vida tan desgraciada tendrá!
A aquel extraño vecino le acompañaba siempre un gato, lleno de tantas manchas que parecía vestido de lunares, y ¡hasta unas botitas blancas parecía calzar!
Poco más poseía aquel hombre, salvo una pequeña flauta que le alegraba las noches, mientras todos dormían y él despertaba. Y sin embargo, era el hombre más rico de la ciudad.
Cuando la ciudad dormía todo se tornaba de paz y tranquilidad por las calles y recovecos de aquel lugar. Solo un pequeño hombrecillo y su gato de cien manchas, permanecían en aquel momento con los ojos abiertos. Aquel vagabundo (como le llamaban), hacía entonces sonar su flauta llenando las avenidas de alegría, color y magia. Sentado a los pies de la mismísima luna, cada noche silbaba el músico al viento todas las melodías que recordaba.
¡Qué dichoso y afortunado me siento aquí sentado! comentaba a menudo el músico acariciando a su curioso y pintoresco gato.
Arropadito por un buen manto de estrellas, tocaba y tocaba sin darse cuenta la noche entera, y cuando todos comenzaban a despertar volvía junto a su gato a buscar tejados mullidos donde poder reposar.
Así una y otra vez hasta que acabase el día, y la noche y la música tuviesen de nuevo lugar.